La inteligencia emocional incluye habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la empatía, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. No obstante si una parte de estas habilidades pueden venir configuradas en nuestro equipaje genético, y otras tantas se adquieren en el transcurso de los primeros años de vida, la realidad avalada por abundantes investigaciones demuestra que las habilidades emocionales son susceptibles de aprenderse y perfeccionarse en el curso de la vida, si para ello utilizamos los métodos adecuados.

La capacidad para controlar nuestras emociones, nos hace sentir bien pero hemos caído en la trampa de creer que nuestra racionalidad se impone a nuestros sentimientos y que a ella podemos atribuirle la causa de todos nuestros actos. Pero, a diferencia de lo que pensamos, son muchos los asuntos emocionales que continúan regidos por el sistema límbico y nuestro cerebro toma decisiones continuamente sin siquiera consultarlas con los lóbulos frontales y demás zonas analíticas de nuestro cerebro pensante. Usted fácilmente puede recordar, la última vez en que perdió el control y explotó de manera incorrecta ante alguien, diciendo cosas que jamás diría y le acarreó un buen disgusto.

La amígdala ofrece respuestas inmediatas que no tienen en cuenta la situación en toda su amplitud, sino que se limitan a asociarla con los recuerdos emocionales que guarda almacenados para proveer así la repuesta que considere oportuna. No obstante esto podría ser determinante para la supervivencia de nuestros ancestros en situaciones en las que unas milésimas de segundos suponían la diferencia entre vida o muerte, en el complejo mundo social actual puede resultar desproporcionado y hasta catastrófico.

Te lo voy a explicar con este ejemplo, no es de extrañar que una persona que haya tenido un fuerte trauma después de haber sido robada, en el portal de su casa cuando regresaba a su casa un sábado noche, le provoque una reacción desmesurada y violenta cuando se expone a un escenario similar al de la agresión o cuando se encuentre de nuevo a la misma hora, con personas en el mismo lugar y le recuerden de alguna manera a su agresor. De hecho, la situación se hace más compleja si tenemos en cuenta que la mayoría de los recuerdos emocionales más intensos que están almacenados en la amígdala proceden de los primeros años de vida, de hechos que no sólo escapan a nuestro control, sino que ni siquiera entran en el ámbito de nuestros recuerdos conscientes.

En cada uno de nosotros se solapan dos mentes distintas: una que piensa y otra que siente. Éstas constituyen dos facultades relativamente independientes y reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales diferentes aunque interrelacionados. De hecho, el intelecto no puede funcionar correctamente sin el concurso de la inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico y el neocórtex exige la participación armónica de ambas. En muchísimas ocasiones, estas dos mentes mantienen una adecuada coordinación, haciendo que los sentimientos condicionen y enriquezcan los pensamientos y lo mismo a la inversa. Algunas veces, sin embargo, la carga emocional de un estímulo despierta nuestras pasiones, activando a nivel neuronal un sistema de reacción de emergencia, capaz de secuestrar a la mente racional y llevarnos a comportamientos desproporcionados e indeseables, como cuando un ataque de cólera conduce a un homicidio. Luego nos vamos arrepentir mucho de la forma en la cual reaccionamos, pero en aquel momento fuimos incapaces de controlarlo, en esos momentos podemos decir que nos encontramos secuestrados emocionalmente.

A mayores debemos de saber que la capacidad de motivarse a sí mismo, de perseverar y mantener la constancia en un empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los impulsos, diferir las gratificaciones, regular los propios estados de ánimo, controlar la angustia y empatizar y confiar en los demás parecen ser aspectos mucho más importantes para el logro de una vida plenamente satisfactoria que las medidas del desempeño cognitivo.

Tal como sucede con las matemáticas o la lectura, la vida emocional constituye un ámbito que se puede dominar con mayor o menor capacidad. A menudo se nos presentan en el mundo sujetos que evocan la caricatura estereotípica del intelectual con una asombrosa capacidad de razonamiento, pero completamente inepto en el plano personal, incapaz de aplicar la inteligencia emocional como herramienta de éxito en la vida. Sin embargo, quienes manejan adecuadamente sus sentimientos, y saben interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás, gozan de una situación ventajosa en todas las situaciones de la vida, desde el noviazgo y las relaciones íntimas, las familiares, hasta la comprensión de las reglas tácitas que determinan el éxito en el ámbito profesional.

Si bien es cierto que en toda persona coexisten los dos tipos de inteligencia (cognitiva y emocional), sin duda es cierto, que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que más nos ayudan y permiten convertirnos y comportarnos como auténticos seres humanos

Las habilidades emocionales no sólo nos hacen más humanos, sino que en muchas ocasiones constituyen una condición imprescindible para el despliegue de otras habilidades que suelen asociarse al intelecto, como la toma de decisiones racionales.